Desde hace dos años he traducido un poema para finales de año. Algo como para cerrarlo todo, atarlo con un moño, entregármelo a mí misma y decir: He aquí tus tribulaciones. Este año fueron muchas. Tanto así que tuve que sacrificar el escribir y leer. Annus vermi. Terrible es una palabra que no le quiero adjudicar, pues, de entre todo las llamas y el fango, crecieron camelias.
Glück, como siempre, sabe apuntalar mi sombra que camina de manera aterradoramente precisa. Mientras tanto, les dejo el poema y una promesa: escribiré.
Pedí mucho; recibí mucho.
Pedí mucho; recibí poco. Recibí
casi nada.
¿Y mientras tanto? Un par de sombrillas que se abren adentro.
Un par de zapatos, por error, en la mesa de la cocina.
¡Oh, equívoco, equívoco!– era mi naturaleza. Era
de corazón duro, remota. Era
egoísta, rígida al grado de la tiranía.
Pero siempre fui esa persona, incluso desde mi infancia.
Pequeña, de pelo oscuro, temida por los otros niños.
Nunca cambié. Dentro del cristal, la abstracta
marea de la fortuna cambió
de alta a baja, de la noche a la mañana.
¿Fue el mar? ¿Respondiendo, quizá,
a una fuerza celestial? Para estar a salvo,
recé. Intenté ser una mejor persona.
Pronto, me pareció que lo que comienza como terror
y madura en narcisismo moral
podría haberse convertido, de hecho,
en crecimiento humano real. Quizá
esto es a lo que mis amigos se referían, tomando mi mano,
diciéndome que entienden
el abuso, la increíble mierda que acepté,
presuponiendo (o eso creí alguna vez) que estaba un poco enferma
al dar tanto por tan poco.
Pero lo que ellos querían decir era que yo era buena (juntando mis manos intensamente)–
una buena amiga y persona, no una criatura de pathos.
¡No era patética! Era de gran aliento,
como una reina o una santa.
Bueno, todo eso crea una conjetura interesante.
Y se me ocurre que lo que es crucial es creer
en el esfuerzo, creer que algo bueno saldrá de, simplemente, intentarlo.
un bien no contaminado por el corrupto impulso de
persuadir o seducir–
¿Qué somos sin esto?
Dando vueltas en este oscuro universo,
solos, con miedo, incapaces de influir en el destino–
¿Qué tenemos realmente?
Tristes trucos con escaleras y zapatos
trucos con sal, impuramente motivados en el recurrente
intento de crear un personaje.
¿Qué tenemos para apaciguar a estas grandes fuerzas?
Y pienso, finalmente, que esa es la pregunta
que destruyó a Agamemnon, ahí en la playa,
las naves griegas prestas, el mar
invisible más allá del puerto sereno, el futuro,
letal, inestable: fue un tonto, al pensar
que eso podía ser controlado. Debió haber dicho
No tengo nada, estoy a tu merced.
“The Empty Glass” by Louise Glück, from The Seven Ages.
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