tonari no joe

Pocas veces he simpatizado con mis roomies. Los roomies no son amigos entrañables. No siempre. No necesariamente. A veces compartir un espacio con personas resulta más solitario que estar solo. Como cuando compartí piso con una marmota que después metió a su novia en el ropero y al perro en el departamento entero, sin aumentarse la renta, sin disminuir las peleas prenupciales o la cantidad de baba que el branquicéfalo embarraba por toda mi sala. O como con el intendente amargado de 80 años atrapado en el cuerpo de un programador de 27; o como cuando la marmota y el limpiador se unieron porque son hermanos. El peor de todos era toño, el troglodita cirrótico al que fueron a derrumbare la puerta mientras yo dormía narcotizado de amor al otro lado de la ciudad. No, no siempre he simpatizado con mis roomies.

Al principio no es difícil, por lo regular hay un mes o unas semanas de estudio, unas horas en el peor escenario (y toño será siempre el peor escenario. Aún no entiendo cómo no lo corrimos antes). Durante un breve periodo la casa se vuelve un tablero con habitaciones, un cuadrilátero donde se libra un box de economía social en el que los pugilistas se presentan en vestimenta de interiores, semidesnudos o con mueblería inclasificable. Pero ya entrados en convivencia el ajedrez o el nosocomio mental deja de ser tu lugar para dormir, tu casa para convertirse en la búsqueda de otro sitio.

Por alguna razón que prefiero ignorar pienso ahora que esta entrada vacila entre la estabilidad (de localidad, emociones, economía, etc.) y la convicción de que ser adulto es ser un poco canalla.

El hecho es que las inercias son brutales. Dejando de lado las manías, los ruidos de la gente, las creencias, los hábitos y las poses; dejando de lado las comparaciones, los gastos, las seducciones y todo lo obvio, el tema de los roomies se trata de con quién quieres y puedes estar, a quién piensas soportar. Mis primeros roomies eran amigos de la prepa a quienes apreciaba pero no sabía reconocer en la intimidad de la vida común. El baño (alucinante en sí mismo) siempre estaba ocupado, la regadera era una especie de manguera roja, tenía un diminuto espejo, el único de la casa y la cañería se tapaba frecuentemente por la entonces larga y abundante melena de uno de ellos.

Inmediatamente a la salida del baño estaba el estudio-sala-comedor; había un vidrio roto mal parchado a mitad de éste y en los extremos de ese cuadrante la cocina y una recámara para los tres. Cerca de la cocina una parrilla y frigobar que yo lleve. Mi parte de refri y perecederos semi vacía y no siempre por mí; mi refri y parrilla siempre ocupados y sucios. Todo era compartido pero cuando no son tus cosas no hay porque limpiarlas.

El problema es que eran mis cosas. Y hasta en el interior de la computadora de escritorio encontré cabellos. A la distancia me apena imaginar lo que debieron quererme o por lo menos debí gustarle a las chicas que invité a casa para que no salieran corriendo por la incuria en que vivíamos. lydia, por ejemplo, que era mi mejor amiga en primer año de universidad y nunca me juzgó por el desorden, siempre me ofreció su casa ante las adversidades de la mía; o bien, primero roxana y luego adriana que no eran exactamente mis amigas pero se quedaban más de la cuenta cuando mis roomies se iban a clase. Tal vez les gustaba la fría tranquilidad de la habitación -que paleaban con un edredón de más- o tal vez era cómo cocinaba, pero reían y disfrutaban el espacio sin protestar de nada.

En el paraíso de los estudiantes hay un lugar reservado para la sencillez a manos llenas y hoy creo que fui feliz en ese caos. Si no me enteré de lo que ahora escribo, debío ser precisamente por ello. Tiempo después, sin embargo, uno de mis roomies (el que tanto saturó la coladera con su cabello que en unas vacaciones me inundé)  empezó a buscar otro espacio. No recuerdo si me avisó algo. Es posible que sí porque era educado, es posible que no porque solía ver solo por sí mismo a discreción (al punto de cortarse el pelo para encajar, dar buen aspecto y poder ligar y no tanto por lógicos motivos sanitarios y de convivencia como el mantenimiento de drenajes compartidos o del hardware). Y cuando encontró uno decente se llevó al otro roomie mientras yo volvía de una estancia de unos meses que casi me cuesta el semestre.

Como la economía iba mejor y llegué con un brazo roto, me quedaba muchísimo con la chica que salía. Creo que habría sido la mejor roomie pero no estaba preparado para vivir con mi novia, así que me mudé a un condominio con jardín y un golden retriever. Mis ex roomies ocupaban un depa en una unidad cercana a a mía y como no terminamos mal, o eso pensaba, a veces los visitaba para tontear y ponernos al día. Ahí conocí a joe.

Joe era entonces compañero del melenudo (de mi ex roomie, no el retriever) en la facultad de psicología. A mi sorpresa nos llevamos muy bien pues tenía gusto por la literatura y la filosofía que eran lo que yo estudiaba. Escuchaba lo que uno decía pues era músico y a diferencia de los otros tenía el oído más agudo, así que acabé visitándolo a él en lugar de a mis amigos. Nos caímos bien y terminó siendo mi roomie.

Tampoco recuerdo bien cómo sucedió, fue como un cambio de escena en una película, o como el cierre de un truco de magia. En algún momento debí dejar el jardín; despedirme del ausente dueño de ‘capitán’ y el olor a perro. En algún momento las cosas con adriana dejaron de funcionar por alguna estupidez mía y quedé como agente libre en la gran ciudad. A la distancia parecen fotos, casi postales, pero probablemente fue más complejo que eso. Aún tengo un libro con dedicatoria, del retriever, no del dueño y escenas de tristeza y liviandad.

La peli retoma la secuencia con una mano en un contrato, y la otra en los documentos de aval de una prima mía. Joe y yo firmábamos emocionados -y a duras penas- nuestro primer departamento gestionado de la nada, se lo ganamos a unos fósiles estudiantes de posgrado. Era el último piso, iluminado y amplio, de una torre cercana a m. quevedo, sin vecinos que tuvieran niños y con estacionamiento.  La habitación más grande hacía las veces de sala y carecía de puerta, por lo que adaptamos cortinas y códigos de intimidad. Joe y yo compartimos alternadamente ese espacio como alternando el derecho a la privacidad, de por sí difícil en méxico.

El piso me recordaba el de collin, en la novela de boris vian, por la forma en que entraba el sol desde la zotehuela que hacía rebotar su luz en la llave del lavabo y en las botellas de las fiestas que decoraban la sala. Joe y yo coincidíamos en gustos y algunos hábitos, en ideas políticas, en plática trivial y fútbol. Rara vez coincidimos en mujeres, lo que era un alivio, rara vez en autores (salvo foucault o poetas latinoamericanos) lo que siempre daba diversidad. Fuimos a marchas juntos, nos solapamos manías y vicios, teníamos la misma edad física y mental. Quizá por eso joe fue como un hermano y es por mucho el roomie más cercano que he tenido.

Algunos otros entrañables como Misael, Serch y Matías, como Germán y Benjamin merecen palabras aparte, pero con ellos pasé veranos y no aquella espuma de los días.

Así que a joe le presenté a todos mis amigos en df, se hizo de varios de ellos e incluso invitó a salir alguna amiga cercana. Ibamos juntos a la cabaña del bosque que tenía su ma en la vieja carretera a cuernavaca, le regalé libros, dibujos y pinturas, jugábamos ajedrez, asabamos carne. Nada melló nuestra amistad: nos tolerábamos cabronadas menores e indisciplinas de convivencia, nos ayudamos en momentos difíciles sin aprovecharnos, nuestras familias se conocieron, cocinamos el uno para el otro por turnos en la semana (él tenía unas enchiladas muy buenas y luego pizzas).

Muchas veces, fiestamos hasta caer rendidos en lugares perdidos o en nuestros propios cuartos; recorrimos la ciudad a pie y en auto por causas perdidas; y aunque podíamos hartarnos de vez en cuando, el lazo era más importante que la estrategia social y la conveniencia económica de un piso compartido. Con joe viví y acabé el inicio de los 20, lo recuerdo tocando la guitarra por las noches mientras fumábamos o tonteáamos o le hablaba de nuevos pensadores. Lo recuerdo con viveza, como no recuerdo aunque quisiera a carlitox, nuestro químico de confianza o a manuel, como jamás podría evocar a toño y su compinche a quienes siempre procuré evitar.

Tanto los evitaba que duran un tiempo no dormía en casa y perdí el hilo de la realidad.  Pero incluso entonces el vínculo se mantenía. Así que cuando Joe viajó a españa para una presentación de teatro me tope de frente con esa realidad evitada: el departamento que rentamos juntos quedó completamente a mi cargo en el peor momento posible: un mes antes del fin del contrato con una demanda de allanamiento y daño a propiedad privada causado por toñito y su secuaz ‘el basta’.

Joe hizo lo que pudo antes de irse pero no iba a perder su viaje y el paquete me lo quedé a mí, pero a pesar de las condiciones el lazo se mantuvo. Se mantuvo incluso cuando basta (su apodo viene de bastardo y le sienta espectacular) robó mi laptop con mi tesis para chantajearme;  incluso cuando el arrendador retuvo los depósitos del inmueble, y aún cuando el carpintero puso mal la puerta rota y tuvo que pagarse el doble, lo cual hizo que el sr. armando, representante y agente del dueño de inmueble, enfureciera como un loco en el departamento y sacara a gritos la 38 mm detrás de su pantalón. Pero incluso entonces, lo seguía apreciando como a un hermano.

El gesto de su abandono fue brutal porque él sabía la situación, pero tampoco iba a ponerme llorar, no era su culpa, no era la mía, no se trataba de culpas sino de una amenza a punta de pistola. Además su camino por la música le daba una oportunidad. Todo había pasado y me aliviané, a su vuelta vi a Joe sin rencores, le dije lo ocurrido, ya no me escuchaba bien y supongo que yo tampoco pues no recuerdo la excusa que me dio.

Lo dejamos pasar y la llevamos bien aunque con poca convivencia por la distancia. Una zanja se había impuesto en lo que nos titulábamos, en lo que decidíamos que hacer con la vida. El plan era trabajar y seguir rentando, pero el tiempo pasó y la vida es imprevista. Así que terminé los estudios, me titulé y conseguí un trabajo en gobierno, luego entraría a posgrado. Me instalé en un nuevo piso al fin solitario y seguí frecuentando a joe.

Joe fue al primero que invité a estrenar el coche que había comprado y como la ciudad era complicada y yo novato, lo dejaba conducir mientras yo hacía de copiloto. La primera vez fuimos a un bar para ponernos al día y me contó que mientras la vida se acomodaba (aunque ya llevaba dos años acomodándose) se quedaría en la casa de su infancia. Era cerca de donde yo vivía así que lo visitaba con frecuencia, mientras escuchaba los tracks del disco que pensaba lanzar con su banda o alguna de sus historias del teatro por las obras que él musicalizaba y a las cuales también asistí.

En alguna ocasión, como de costumbre, nos reunimos en un bar de la narvarte, cerca de su casa. Esa vez éramos él y un par de amigos míos que quería presentarle porque también hacían teatro. Hablábamos sobre algo que ya nadie recuerda, pero que tenía que ver con la posibilidad de grandeza individual. Joe, hablaba entusiasmado, como poseído o por inercia; hablaba en calidad de psicólogo y estaba convencido, como raskolnikov -porque en ese momento joe leía a dostoievski- de que los grandes hombres no se arrepienten de nada y podían echar abajo cualquier puerta para conseguir lo que quisieran. Y en su opinión, el especialista del allanamiento, el campeón del derribe de las subjetivas puertas de la mente eran los psicólogos.

Joe él era psicólogo. Un amigo mío, mucho mayor que nosotros dos, le dijo que tal vez para algunas cosas no había puerta y no todo era el ‘yo’ de la psicología. Introdujeron el tema de las drogas, ironizaron, insistieron con la puerta, se elevaron los ánimos. Ante la controversia joe me pidió que interviniera, que dijera lo que pensaba. Y lo hice. Joe sabía cómo soy. Joe debía saber (aunque nunca se lo dije tal y como lo escribo ahora) que entre mis criterios de amistad uno de los principales es hablar con la verdad, aunque sea dura, aunque sea difícil. Ese criterio me mueve porque no veo en mis amigos a unos niños perdidos que no saben qué hacer con la verdad ni a gente incapacitada que necesita de tutela. Sé que puedo herirlos, eso lo sabemos todos, pero la diferencia es simple: prefiero confrontar a mis amigos que manipularlos. Jugar a medio decir la verdad a quien te la pide o la necesita no es más que una muestra de tibieza.

Sin embargo, detrás de ese argumento sabía que me comportaba así porque confiaba en mis amigos. En concreto, pensaba que joe no se iría aunque la verdad que yo veía no fuera la que él esperaba. Daba por hecho que aún contaba con él y que me estimaba por lo que era, por más yo fuera una bestia cuando hablo. Pensé que sin contratos de exclusividad filial, sin celos de atención o de orden sexuales, sin monopolios de tiempo un amigo podía estar ahí por el afecto y la persona, lo que nos eso permitía ser francos y sin filtro entre nosotros. Qué ingenuo fui.

Lo que pasó se cuenta solo. Como nadie estaba borracho, les dije que odiaría que un comando fueran a tirar mi puerta, que esa es una práctica de estado y que aun su fuera necesario es horrible, les dije que el individuo no es tan poderoso como uno cree o a uno le gustaría y que suponerlo así es vanidad. Le dije que en parte vicens tenía razón y que el ejemplo era raskolnikov, pues acaba arrepintiéndose de su crimen y ese era el castigo que lo destrozaría irremediablemente; dije: lo que quieres nunca es como tu crees que será y di a entender que la discusión de las puertas era una pendejada. Vicens estuvo de acuerdo. Joe lo tomó fatal. Nunca me lo perdonó.

Nunca supe tampoco qué pensó o en qué momento de su vida se lo dije, no supe qué vio en mis palabras o en el gesto de hablarle así, pero el vínculo se fracturó y nunca volvió a ser igual. Estoy seguro de que no es algo tan simple como ‘no le digas la verdad’ o ‘lo heriste’, pues sólo después de todo ese tiempo, sólo después de ser mi mejor amigo y el chico con el que tenía más afinidad y cercanía en todo el df, llegué a la conclusión de que se sintió acorralado, agredido en sus certezas cuestionadas y, en consecuencia, rechazado.

Joe es duro y algo frívolo para evitar ser sensible, porque en el fondo lo es a manos llenas, de otro modo no sería el músico que es. Se blinda y lo hace muy bien porque tal vez se conoce más de lo que yo me conozco a mí. En ese aspecto los citadinos tienen mucha más atención que los provincianos y quizás esa noche mis palabras fueron demasiado. Tal vez fueron balas con un calibre inesperado, como las que disparó el señor armando por la ventana del piso en av. universiad. Eso es lo que recuerdo, tal vez no sea lo que él recuerde o lo más importante pero, por ahora, es el único fragmento a mi alcance. Puede ser verdad en parte, el resto depende de joe.

Todos saben por experiencia que cuestionar las certezas es algo inevitable, también es evidente que en un momento inoportuno (y nunca es buen momento) la duda puede ser atroz. Aunque como dicen las canciones “la duda es lo que apura al corazón a romper con la estructura”. Quizás por ello otra inútil misión de este blog es intentar domar a esa bestia que se equivoca ingenuamente, que vive en mí y aún no aprende, como los verdaderos filósofos, a dudar cuando es momento, a dudar con la certeza adecuada de la duda.

El arte de la duda y no dudar por dudar es lo que entreví con joe, que a su manera, también fue sincero. Si hemos hablado y convivido algunas veces después del incidente, es porque a pesar de la herida sabe que no fue traición, o al menos creo que lo sabe.  La traición está en otro plano, uno un poco idealizado, porque aunque nos traicionemos a nosotros mismos en pequeñas dosis todos los días hasta volvernos irreconocibles, no sabemos ser indulgentes con los otros ni toleramos su ambigüedad.

Fue lo que fue joe. Me odies o no, yo te recuerdo así. Me gustaría decirte que lamento lo sucedido, que eso no cambia lo que te hice sentir y que se perfecto que somos lo que hacemos sentir a los que nos quieren. Como a veces decías ‘puede ser, puede no ser’, pero con ello aprendí a ver otra verdad. No la verdad a toda costa (la que es incluso a costa de la verdad misma), ni tampoco la verdad de una estima que obliga a mentir y manipular, para no herir. Sino la verdad como algo que se desmiente o comprueba en la propia realidad.

Y aunque en las múltiples realidades de un país como el nuestro, la verdad no pruebe nada definitivo, son nuestros gestos ante esas realidades lo único que tenemos. Este escrito es uno de esos gestos y para mí tiene su realidad y verdad, aunque ya no importe, aunque nunca lo leas.

 

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