Por: Valeria Artigas Oddó
Foto: latercera.com
9 de julio. Hace 42 años (sí, cuarenta y dos…) mi mamá, mis hermanos y yo llegábamos de Argentina a Caracas para reunirnos con mi papá, en lo que sería la etapa más larga y final de nuestro exilio. Yo tenía 6 años y recuerdo muchas cosas de ese día, la luz inigualable, el cielo movedizo y hermoso, el calor húmedo, el acento melodioso y dulce de los adultos que nos recibieron, aunque todavía no les entendía nada… Crecí, me formé, y me hice en Venezuela que ahora es mi patria putativa y el yang de mi identidad plena.
42 años después, de vuelta hace rato a mi ying, chilena casi completa, me encuentro todos los días con niños venezolanos que vienen nuevecitos a hacer la vida en Chile, igual que yo en el 75; con papás aperrados y asustados también, que quieren que sus hijos crezcan a salvo. Vienen ya sin primos, sin abuelos, sin tíos, transplantados a una realidad que todavía no les pertenece. Que llegan a una ciudad de cielos estáticos, fríos secos y acentos cortopunzantes. Niñas y niños que miran con ojos grandes y se van adaptando a lo que, ojalá, será su nueva e híbrida identidad. Cada vez que puedo les converso, los abrazo, los acojo con toda la calidez que tengo, porque me veo a mi misma. Porque sé que es difícil, sé todo lo que cuesta, conozco lo que perdieron y deseo desde lo más profundo de mi guata y mi corazón que encuentren acá todo lo que su país de origen me dio a mi; pertenencia, solidaridad, risa, seguridad, amigos entrañables, familias escogidas desde el amor… en definitiva una buena y feliz vida.
Ahora, nos toca a nosotros devolverle la mano a la vida que permitió que nos salváramos en cada niño inmigrante que llega a lo desconocido, lejos de muchos de los que ama y más lejos de todo lo que conoce y le da seguridad.
Estoy segura que Chile está a la altura de ser para esos niños, todo lo que Venezuela (y tantos otros países) fueron para cada uno de nosotros.
Salud mamá, papá, Vero y Tito. ¡Fulía, fulía, fulía!
Please, help us spread the word!